“Tristeza fiera, tristeza de domingo”, susurra milongueando el Gordo Alorza. Pero las tardes son soñadas cuando se llenan de futbol. Cuando la primavera se acerca, y entre el aroma de las incipientes flores podemos respirarlo, aún tenue, tímidamente, en las calles, en los potreros, en las plazas, y ¿porque no?, en las canchas mismas.
No hay futbol local, y el fútbol en TV no es lo mismo. Es otra cosa, aun cuando en la cancha nos quedemos esperando una repetición que no aparece, la dilucidación de un offside de dudosa credibilidad, o la intensidad del dolor que una patada ocasione, nada hay que pueda compararse con la presencia in situ, en un campo de fútbol.
El futbol en TV es, pienso, lo que el director de cámaras quiere que sea. Es la boca llena de gol en primer plano, la puteada, el codazo, la gambeta, todo lo que imaginemos, visto desde una óptica fría, distante, que no necesariamente es real, aunque pretenda, y parezca serlo.
“Tristeza amarga, de mates que se lavan, de minas que no llaman, de tierra en los bolsillos…”, sigue el Gordo con su Guardia Hereje. Salgo a andar, por la tarde dominguera, sin mucho que esperar, ni mucho que buscar. Sin embargo, como sin querer, paro en una plaza, la misma por la que había pasado un rato antes. Ya no está desierta. Entre los juegos de los niños, como si hubiesen dibujado un perímetro de cal uniéndolos, diez niños y dos adultos, corren tras una pelota amarilla, mansamente desinflada.
El padre de alguno de ellos esta en uno de los arcos, compuestos de dos estacas clavadas en el piso, como puñales. En el otro se para una figura femenina, a quien uno de los niños llama “mamá”, y el resto respetuosamente, y sin excepción, “señora”.
Ninguno de ellos supera los once o doce años, supongo. Sin embargo, tengo la sensación de que juegan como adultos, sin respetar las reglas. Me pregunto entonces si no será en realidad que nosotros jugamos como niños.
Pero no, una vez que me hube sentado en un banco, a mirar, solo a mirar, veo que juegan de otro modo. Son cinco niños y un adulto por cada equipo, según puedo adivinar, atento a la falta de indumentaria distintiva.
Uno de ellos, del equipo que pretende hacerle goles a la “señora”, viste estoicamente para la ocasión. Zapatillas de la pipa, medias caídas, y el pantalón y la camiseta del Barza, sin número ni leyenda alguna en la espalda que torne cierta mi sospecha de que quiere emular a Messi. Pero no, el chico tiene mucha pinta, pero poca pasta de crack.
En su mismo equipo, sin embargo, hay otro niño, uno de los mas chicos, en edad o tamaño, no lo se. Viste unos jeans gastados, y zapatos colegiales, seguramente heredados de algún hermano mucho mayor. Todos le dicen “Marcelito”. Siento que al día siguiente, con la misma timidez, entrará a la escuela con las mismas pilchas, u otras, muy parecidas.
A diferencia del falso Messi, este parece vivir con la pelota entre sus pies, gambeta va, gambeta viene. Caño a uno, dribling a otro, zurdazo irrespetuoso a un ángulo imaginario, grito de gol tímido, pero certero.
Y ahí empieza la eterna discusión, “que entró al ángulo”, gritan unos. “Se fue por arriba”, dicen los otros, en un griterío infernal de cinco niños por bando, que parecía no tener arribo a buen puerto si no hubiese aparecido la voz de la improvisada arquera reconociendo el gol de Marcelito.
A ninguno de los pibes se le ocurrió protestar, ni siquiera poner en duda la palabra de la “señora”, que, como único argumento válido para el reconocimiento, se limitó a decir, “es que me hubiese dado mucha pena que no hagas el gol”.
Marcelito asintió apenas, con la cabeza en alto, como matando su timidez innata. Recién en ese momento, cuando se les dio por pedirle de beber a la aguatera de turno, seguramente hermana de alguno de ellos, que tranquilamente servía agua en una jarra roja, de una botella de gaseosa llenada para la ocasión, me dí cuenta de que todos, casi con la misma intensidad, se sentían felices.
Luego el partido siguió, se hicieron goles, muchos, todos los que la falta de táctica, de defensores que obren de tales, de delanteros que se precien, pueden llegar a permitir. De todos modos, pensé, el resultado a nadie le importa.
Me fui mucho antes que ellos, que seguramente lo hicieron al caer la tarde. La tristeza que todas las tardecitas de domingo traen aparejada se vio atenuada esta vez. El futbol, en su mas puro estado, en su mas simple expresión, me había llenado una vez mas de gozo, pero de modo mucho mas genuino.
“Tristeza dulce, de estadio ya vacío… tristeza de domingo” , insiste el poeta platense. Recuerdo entonces que acaba de arrancar la Copa Presidentes, y estamos en los albores del Provincial. Tal vez, solo tal vez, podamos vivirlo de este modo, simple, por el solo hecho de jugar, sin que a nadie importe, tanto, el resultado. Juntarnos de a cientos, de a miles, según el caso, solo para vernos, para gozar del buen juego, y del otro también, sabedores de que a casi todos les tocará perder, y a uno solo ganar.
No habrá ninguna señora en el arco rival, dispuesta a concedernos goles merecidos, marrados torpemente en la última puntada. Pero así es la vida, y seguramente valdrá la pena intentar que alguno de nosotros, aunque más no sea por un instante, se parezca a Marcelito…
Por “Perico” Perez Araujo
La nostalgia..inspiradora...Muy LINDO!!!!
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